Nieve, sol, raquetas, amigos, alubias… Hay días en los que al finalizar la jornada, piensas que estos son los cinco elementos imprescindibles para que la vida fluya en el sentido correcto.
Y si a esos cinco elementos principales, les añades sus incontables derivados, sus combinaciones de dos en dos, de tres en tres, y así hasta cinco, la suma de sus ingredientes y las impresiones emanadas de esos principios originales, resulta un enorme caudal de sensaciones. Un caudal que a lo largo de la jornada se troca en torrente, y luego en cascada, para terminar precipitándose al pozo en el que al final del día flotas plácidamente.
Pero vayamos al principio, al nacimiento que inicia el torrente en el que acabará transformándose el día.
Nos reunimos en Santander y salimos camino de Abiada para recorrer con raquetas la que se conoce como “Senda del Acebal”. El día anterior algunos, los que éramos vírgenes en esto de lidiar con la nieve calzados con raquetas, habíamos ido a la tienda de artículos de montaña Eiger, para proveernos de unas raquetas de alquiler. Bastones, unas buenas botas, guantes y ropa de abrigo, conforman el resto del equipamiento de un senderista de raquetas ordinario. A todo eso, yo le añadí una carretada de equipo audiovisual y unos ositos de goma, que son mucho mejores para la pájara que esas barritas energéticas tan poco estéticas que llevan los deportistas de nivel.
Al cabo de una hora ya estábamos en Abiada. Dejamos uno de los coches en la plaza del pueblo, estratégicamente situado frente al bar, y salimos hacía la estación de Brañavieja con los otros dos. El que dejamos era el coche de recuperación, que nos permitiría volver a buscar los otros después de la marcha, ya que habíamos decidido ser cautos y hacerla en un solo sentido. Y además cuesta abajo, para no llegar muy tarde a comer. La compleja dualidad del Gim y el Ñam.
Llegamos hasta el aparcamiento de Brañavieja, donde revisamos todo el equipo, llenamos las cantimploras con agua y algún que otro brebaje inconfesable, y nos calzamos las raquetas para salir a disfrutara del día.
El camino parte del aparcamiento, para pasar muy cerca del venerable refugio Tajahierro, al que muchos recuerdan de las excursiones a la nieve del colegio. Hacía mucho que no lo veía, y me pareció mucho más pequeño. Seguramente era yo el que había aumentado de tamaño, aunque he de confesar que no tanto como me hubiera gustado.
Superado el refugio, iniciamos una bajada constante por un terreno despejado, alfombrado con una espesa capa de nieve. Andar con raquetas no es demasiado complicado ni demasiado cansado, o al menos eso me pareció. Ninguno de los participantes noveles tuvimos dificultad alguna. Ajustarse las ataduras, y conseguir que las raquetas no tuvieran demasiada holgura con respecto a la bota, fue lo más laborioso.
Se puede llevar prácticamente cualquier calzado, excepto chancletas, bota con tacón de aguja tipo dominatrix, albarcas, zapatillas de ballet, aletas y algunas excepciones más. No estoy seguro de descartar de la lista el zueco holandés, del que ya os diré algo cuando lo experimente con raquetas. Eso si, a ser posible que sea impermeable, porque la nieve acumulada acaba entrando por todas las costuras del calzado que no responda a este requisito.
Al poco tiempo nos internamos por una zona con arbustos, que le dio a la excursión una faz diferente. Comenzaba el acebal de Abiada. Las ramas y las hojas cargadas de nieve conferían un aspecto especial al paisaje, como de cuento de Navidad. Las rojas bayas de los numerosos acebos, simulaban los adornos navideños de los árboles. El camino transcurría, tapizado de blanco, entre dos paredes verdes, como si el bosque nos hubiera abierto nuestro particular pasillo para atravesarlo. Nos dimos cuenta de que no era particular cuando nos cruzamos con otros montañeros.
Ana, que conocía el camino por haberlo recorrido en anteriores ocasiones, hizo un alto y nos indicó una abertura apenas visible entre los acebos. Apartamos algunas ramas y entramos en un espacio abovedado, en una cueva vegetal, en un útero de la naturaleza en el que nos sentimos niños. El corazón del acebal de Abiada. Retrocedimos en el tiempo rodeados por un muro que nos aislaba del mundo exterior, por una cubierta que amparaba nuestras travesuras, nuestras risas cómplices, nuestros juegos de infancia, de un mundo exterior en el ya habíamos crecido, un mundo en el que los juegos se nos antojaban lejanos. Por eso el bosque es el protagonista de los cuentos, por eso, cuando te internas en el bosque, casi cualquier cosa es posible.
Salimos nuevos, renovados, cruzando sonrisas cómplices, y al llegar a un claro, a una larga explanada, salimos corriendo retándonos a una carrera. Corrimos como los sobrinos del pato Donald, levantando los pies en exceso con nuestras patas palmeadas de raquetas, y cruzamos la planicie como si nos persiguiera el lobo. Solo nos faltó tocar teina, como cuando de niños jugábamos a “pescar”.
El camino siguió bien delimitado por acebos y monte bajo. En una zona despejada del camino nos encontramos con una escena curiosa. Una escena a la que dedicamos nuestras dotes deductivas; la nieve estaba teñida con sangre. Miramos hacía atrás para ver si el lobo nos había alcanzado.
Ahí había tenido lugar una tragedia. Sangre y nieve removida por todas partes ¿Continuábamos dentro de un cuento? Seguimos un tenue reguero de sangre hasta, que nos encontramos con un montón de pelo esparcido por la nieve. Menos mal que era pelo montuno, y no los delicados bucles de Caperucita. Mechones de pelo arrancados a una víctima por su devorador; por la cantidad de sangre y de pelo, posiblemente un conejo, a buen seguro atrapado por un zorro.
Dejamos atrás el escenario de la caza, cruzamos un puente sobre un arroyo y tras descender una ladera y cruzar el cauce del río Guares, afluente del río Hijar, que bajaba con bastante agua, nos internamos en un bosque de chopos, endrinos y guindos. A mitad del bosque nos libramos de las raquetas, ya que la nieve empezaba a escasear y resultaban una molestia.
De ahí hasta el pueblo tardamos aún una media hora, que recorrimos por un camino ya libre de nieve. Por este camino se encuentra la “Cagiga de Sopeña”, un roble centenario con unos 40 m. de envergadura. En esta ocasión no nos acercamos a admirarlo, ya que en invierno, al estar desprovisto de hojas, no se puede apreciar su magnificencia.
Como colofón, nos pegamos un pequeño homenaje en el restaurante La Cotera de Abiada, precedido de numerosas cervezas, vinos y cigarrillos, como corresponde a un grupo de sanos senderistas.
No dejéis de hacer esta ruta. En invierno por la singularidad de recorrerla con raquetas y la belleza de los paisajes nevados, en otoño por los mil matices que las hojas a punto de caer confieren al bosque, en primavera y verano por la belleza y frescura de los paisajes de montaña que vais a atravesar, y en todas las épocas de el año por el acebal de Abiada, uno de los bosques más excepcionales de Cantabria.
Por cierto, también nos dio por hacer alguna chorrada por el camino
Cantabria, España
Una excursión preciosa, ¡os la recomiendo! Seguid los consejos de Moncho y seguro que pasáis un día perfecto.
Gracias Raquel…. Tu recomendación vale su peso en oro.