Unidos

El viejo tenia 94 años. Yo había pasado tres horas antes en bicicleta por el delante de su casa camino de Potes, la capital de la comarca de Liébana.

Pregunté a un niño por donde seguía la senda, ya que al atravesar el pueblo la había perdido. El niño, de unos 12 años, estaba acompañado por un anciano, que permaneció todo el tiempo en silencio. Había también unos perros, que se lanzaron a oler y gruñir a Patán, para darle a entender que estaba en su territorio, y que los perros de ciudad debían andarse con cuidado por esos pagos. Me indicó el camino con precisión y pude llegar a Potes con el único problema que aparejó la dureza del camino.

Picos de Europa desde Colio

A la vuelta, cargado con una barra de pan y un borono* que ansiaba devorar en cuanto llegara a casa, me encontré con los mismos actores, en el mismo escenario en el que unas horas antes les había dejado. Paré unos instantes y comenté al chico que el camino había sido bastante duro y que la próxima vez iría por la carretera, pero que le estaba muy agradecido por sus indicaciones.

Estaba agotado.

Mientras hablaba con el chico, el hombre mayor me miraba fijamente sentado en un banco de madera y apoyado en una muleta. Tenía un porte distinguido, a pesar de vestir unas ropas raídas y llevar calada una boina que, como el, parecía estar en el ocaso de su vida. Me hizo un gesto y me indicó que me sentara a su lado. Dejé la bici apoyada en una pared, y con mi borono y mi pan a buen recaudo bajo el brazo, me senté a su lado. Nunca rechazo una invitación y menos cuando presiento que puede deparar algo interesante.

casa

Su rostro era firme, de rasgos marcados. Esgrimió una enorme sonrisa y cuando me miró me di cuenta que la claridad de sus ojos era fruto de unas cataratas muy avanzadas.
– Estoy algo sordo, pero eso no me preocupa excesivamente -Dijo nada más sentarme-. Lo que de verdad me inquieta es que he perdido la vista, prácticamente no veo nada. Son cosas de la edad; ya tengo 94 años. El oído no te permite comunicarte, pero la vista es el sentido fundamental., si te falta estás acabado. Sobre todo en una zona tan agreste como esta en la que vivo.

– Yo también soy sordo -le dije al tiempo que señalaba ostensiblemente mis audífonos-.

Me di cuenta de que no estaba un poco sordo, estaba completamente sordo. No había entendido nada de lo que le había dicho, a pesar de que le había gritado al oído. Tampoco me dio la impresión de que le preocupara excesivamente lo que le decía y el hecho de que no me pudiera oír. Sin aclararme si me había entendido, ni pedirme que le repitiera lo que le había dicho, se lanzó a hablar y a empalmar historias una detrás de otra.

Primero me habló de cómo había vivido la guerra civil; de su destino en una unidad de ingenieros en el frente entre las provincias de Santander y Burgos y, más tarde, en una compañía sanitaria en el País Vasco. Me refirió los dos años que pasó en la cárcel cuando entraron los nacionales en Santander, a causa de la denuncia de un vecino. Habló del servicio militar que tuvo que hacer en Canarias durante la posguerra, y las incontables penurias y el hambre que allí pasó. Se expresaba con suma corrección, empleando un vocabulario rico y variado para un labrador, y era sorprendente la memoria tan buena que tenía para su edad. Las historias me estaban resultando realmente entretenidas.

Sus nietos salían de vez en cuando al jardín de la casa y nos miraban divertidos. Supongo que pensaban; ya está el abuelo metiendo el rollo a otro incauto, rememorando la conversación en un solo sentido de la que muchas veces habrían sido testigos. El abuelo empleaba, y de forma concienzuda, el único sentido que parecía tener indemne a su edad; la palabra.

– Dentro de las desgracias y la miseria que tuve que sufrir durante la guerra, siempre doy gracias a Dios que no tuviera que matar a nadie. Tuve suerte y siempre estuve destinado en unidades de logística o apoyo, nunca de combate, y solía actuar en retaguardia. Si me hubieran mandado a las trincheras no creo que hubiera podido pegar ni un solo tiro. Nunca he sido un cobarde, pero la mera idea de tener que disparar contra otra persona me pone la carne de gallina. Supongo que si hubiera estado en el frente, habría procurado disparar al aire.

A mi, como a la mayor parte de la gente que luchó en cualquiera de los dos bandos, me reclutaron a la fuerza. No me iba nada en esa guerra de locos que se desató. Vivíamos tranquilos, al margen de las cosas que estaban ocurriendo en las ciudades y que dicen que fueron las que causaron el enfrentamiento; las riñas políticas, los asesinatos, las huelgas y todas esas cosas. Solo intenté sobrevivir. Varios compañeros murieron delante mío en bombardeos de aviación.

Cuando llegaron los nacionales y cayó el frente, me volví tranquilamente para el pueblo. Nadie me detuvo ni me dijo nada.

Cuando llegué a casa estuve tranquilo durante un tiempo, hasta que un día me vinieron a buscar. Me llevaron a Potes y me estuvieron interrogando acerca de mi participación en la guerra con el bando republicano. Les conté la verdad, no tenía nada que ocultar ni que esconder. Estuve en la cárcel más de un año y medio. Durante ese tiempo no me trataron mal, aunque pasé mucha hambre. Era una época en la que faltaba de todo, y todo el mundo pasaba un hambre espantosa, imagina los que estábamos en la cárcel, y encima por rojos.

Cuando acabó la guerra me soltaron y volví al pueblo. Ahí me contaron que me había denunciado un vecino de un pueblo de al lado. Nunca había tenido mucha relación con él, ni buena ni mala, ni problemas ni rencillas,  por lo que no  sabía muy bien porqué la había tomado conmigo. Tampoco se lo podía preguntar, ya que se había ido a vivir a Santander.

Muchos años después, yendo a Santander en el autobús comarcal, vi que ese señor estaba sentado delante mío. Pedí a la persona que compartía asiento, que me cambiara el sitio, y me senté a su lado. Cuando me vio se puso pálido como si estuviera delante de un fantasma. Inmediatamente bajó la vista y me dio la impresión de que se encogía hasta la mitad de su tamaño. Quería desaparecer, pasar a formar parte del asiento en el que estaba sentado. 


– Hola, te acuerdas de mi -le dije sin más preámbulo-

– Si, tu eres Javier, de Colio. -respondió con voz queda-

– Ese mismo. No pongas esa cara hombre, que no te voy a comer. ¿Supongo que pensabas que estaba muerto?

– No, ya me dijeron que te habían soltado y que habías vuelto al pueblo. Hace mucho que no vivo en el mío, pero mis amigos aún me cuentan de vez en cuando las noticias y me mantienen al tanto de lo que ocurre. Oye, mira, no quiero problemas. En cuanto a lo que ocurrió…

– No te preocupes -le interrumpí- no he venido a buscar problemas ni a pedirte cuentas de lo que pasó. Te he visto sentado delante mío, de forma casual, y he decidido venir a hablar contigo. Hay una pregunta que todo este tiempo me ha rondado la cabeza y no podía dejar de hacértela. Es muy simple; ¿por qué? Apenas nos conocíamos, nunca tuvimos ninguna discusión ni problema alguno, y no entiendo porqué me denunciaste.

– Bueno, lo primero que te quiero decir es que lo siento muchísimo. No sabes lo mucho que he lamentado todos estos años haberlo hecho. Cuando me enteré de que por fin te habían soltado y que no te había pasado nada, sentí un alivio tremendo. Me hubiera gustado hablar contigo y decirte lo avergonzado que estaba pero, sinceramente, no me atrevía.

– ¿Eras consciente de que me podían haber fusilado?

– Más tarde si, lo pensé un montón de veces, pero en el momento de la denuncia las cosas eran muy confusas. La guerra había acabado aquí en el norte. Yo no participé en ella, pero todo el mundo sabía que siempre había simpatizado con la izquierda. Antes de que estallara, había bajado multitud de veces a Potes a manifestarme, a protestar contra las acciones de los fascistas, o para apoyar alguna huelga, aunque nunca me había significado políticamente, ni comprometido con ningún partido.

Cuando comenzó el conflicto y empecé a enterarme de los asesinatos y las burradas que se estaban haciendo, me fui al puerto de Santander y, por medio de unos contactos, conseguí embarcar en un buque mercante inglés y salir del país. La verdad, tenía miedo. Al volver tenía casi tanto miedo como antes. Dije que había huido para salvar la vida, porque los rojos me querían dar el paseo. Me creyeron, pero aún así estaba todo el día inquieto, asustado, pensando que alguien que me conociera iba a denunciarme y desmontar mi coartada.

Moví cielo y tierra para trasladarme a Santander. Si ahí no me conocía prácticamente nadie, nadie podría acusarme. Aunque no era ex-combatiente, ni represaliado, conseguí un modesto trabajo en la capital. Lo suficiente para poder mantenerme de forma digna. Una de las razones que di para justificar mi salida del pueblo, es que aún había aquí muchos que habían luchado con los rojos y no me sentía seguro. Pensé que si además denunciaba a alguno, demostraría más afección al régimen, y nadie haría caso si a su vez alguien murmuraba de mi. Casi sin pensarlo, sumido en una espiral de miedo y cobardía, te denuncié a ti y a otro vecino de otro pueblo, que sabía habías luchado junto a los republicanos. Ni tan siquiera medí las consecuencias. Yo no era una mala persona, solo tenía miedo.

– Me podrían haber fusilado.

– Si

– Como te dije, no he venido aquí a perseguirte ni a que me rindas cuentas. Solo quería saber la razón y conocerte. Te perdono, no te puedo condenar. Cuando se tiene miedo y uno lucha por su vida, se pueden hacer cosas terribles. Supongo que si eres culpable, ya te juzgará Dios ahí arriba.
Nos despedimos cordialmente, con un apretón de manos y una emoción muy grande.

Muchos años después me llegó la noticia de que había muerto. Iban a enterrarlo en su pueblo, a poca distancia de donde yo vivía. Entonces los coches normales no subían hasta el pueblo mismo, solo los de todo terreno. El coche fúnebre iba a llegar hasta donde acababa la carretera, a unos dos kilómetros del pueblo, y luego lo llevarían los familiares y amigos a hombros hasta el cementerio. Cuando llegó el coche de Santander ahí estaba yo esperando. Fui uno de los que se turnó para llevar el ataúd durante esos dos kilómetros de subida ininterrumpida.

Lo quisiera o no, ese hombre y yo estábamos unidos por la vida. Pudo haber sido lo contrario, y haber quedado unidos por la muerte, pero yo sobreviví y el no tuvo que estar viviendo toda una vida de remordimientos. Si yo hubiera caído primero, me hubiera gustado que me acompañara en mi último viaje, pero le había tocado a él y ahí estaba yo para despedirle. Sin rencores, incluso con mi afecto, porque dárselo y mirarle a la cara el día en el que me lo encontré y hablamos, fueron muy importantes para poder superar todo lo que sucedió. Para poder vivir el resto de mis días sin tener que acumular rencor y odio.

* Torta o morcilla de maíz y sangre de cerdo.

Las fotos que incluye la entrada, son las que saqué durante ese día

7 comentarios

  1. Qué buena historia, Moncho. La verdad es que no es nada frecuente una historia de perdón; son mucho más novelables las venganzas y mejor si son frías.

    1. ¡Gracias Luis! Si, creo que hay más historias como esta, pero se cuentan menos que las de venganzas sicilianas, que venden más y a la gente les da más morbo. En fin, nosotros mismos pedimos muy a menudo casquería fina y es lo que nos dan

  2. Qué importante es saber perdonar en la vida. Muy sanador! Bonita historia Moncho!!!

    1. Author

      Si, el perdón es mejor que seguir odiando y acumular, año tras año inquina y ganas de venganza… Gracias Mónica

      1. Author

        ¡Gracias Luis! Si, creo que hay más historias como esta, pero se cuentan menos que las de venganzas sicilianas, que venden más y a la gente les da más morbo. En fin, nosotros mismos pedimos muy a menudo casquería fina y es lo que nos dan 🙂

  3. Realmente seduce esta historia de pueblo llano ,tiene sentido y mucha sensibilidad .Es un buen mensaje que limpia corazones para esta época en la que nos toca vivir . Sabiamente narrada , y muy bien cazada en la recepción .

    1. Gracias Jesús, me alegro de que te haya gustado…. a veces solo hay que tener un poco de paciencia y sentarse a charlar con la gente mayor para que te cuenten verdaderas perlas.

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